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Recuerdos de Navidad
Por la niña que fuí, por la mujer que soy, por los recuerdos maravillosos.Escribe: Ana Becerra* ESPECIAL
Homenaje a Don Wester, mi vecino
Llega la Navidad, y con ella los preparativos, el encuentro familiar, no importa si son pocos, muchos, si en la mesa de nuestro hogar hay abundancia o faltan cosas.
Es tiempo de Paz, Amor, Esperanzas renovadas y de pronto comienzan a aflorar los recuerdos. Pregunto: ¿Se puede pensar en la Navidad, sin recordar la infancia? Para mí es imposible. Vuelvo a la vieja casa de mi niñez, en la calle Entre Ríos y Mariano Moreno, a las calles de tierra, a las habitaciones grandes con techos de cinc, la vieja cocina con fogones de material y cocina a kerosene, donde mi abuela Rosa, mi madre Blanca y mi tía María preparaban viandas todos los días del año para los vecinos que pasaban a retirarlas y los empleados del Ferrocarril Argentino, que en los recambios se quedaban en una pensión de la calle Mariano Moreno y almorzaban en mi casa.
Infancia humilde, con un padre que trabajaba en la Fábrica Militar de Pólvora y Explosivos de Villa María, hasta que en el año 1955 lo metieron preso, por peronista. Infancia sin bienes ni lujos, pero con mucha riqueza en vecinos sentados en la puerta al atardecer, con todos los niños de barrio jugando en la vereda, muchísimas risas en carnaval y con un regalo, un inmenso regalo de Navidad.
En diciembre todo cambiaba; de pronto, al aire cálido del verano, a las flores de los patios de mis vecinos, a las moras y granadas de la casa de mi amiga Petrona, se sumaba la ansiedad de la llegada del Niño Dios, el armado del Pesebre con el Niño y la alegría de la llegada de abuelas, tías y primos a la cena navideña. Todos traían algo para sumar al festejo: comidas, bebidas, el clericó (ensalada de frutas con alcohol) y todo estaba listo para el encuentro. Sin embargo, en mi infancia había algo más, algo que alegró y emocionó mi niñez año tras año, en realidad debería decir nuestra niñez, de toda la cuadra Entre Ríos (entre Mariano Moreno y Belgrano), porque teníamos un vecino muy especial, que era Don Wester, un abuelo que vivía a mitad de cuadra, en un chalet grande, hermoso, con techo de tejas rojas, con jardín al frente y pequeña pared con columnas bajas, blancas, que le daban un hermoso marco a su vivienda.
Don Wester, como lo llamábamos los niños del barrio, tenía hijos adultos que ya habían formado su familia y tenían nietos pequeños, según lo recuerda mi niña interior, era un hombre alto, de ojos risueños, de piel rosada y cabellos blancos, muy blancos, y parecía un abuelo alemán, el típico abuelo de los cuentos, su esposa también peinaba cabellos canos, muy dulce, cariñosa y, cuando cosechaban verduras de su huerta, compartía con los vecinos.
Pero en la noche de Navidad sucedía algo mágico; todos lo sabíamos, todos esperábamos, porque muy cerca de medianoche, cuando ya terminaba la cena, empezábamos a hacer silencio, esperando, esperando, y de pronto se escuchaba un sonido de campanillas, primero, a lo lejos y luego se iba acercando. Todos corríamos a la vereda y ahí estaba Don Wester convertido en Papá Noel, vestido con su traje rojo, barba blanca, gorro rojo con borla blanca, botas y una gran bolsa llena de dulces chocolates, con firma de conejos, de pinos, de bolas, estrellas y lunas que iba repartiendo mientras reía fuerte y hacía tintinear sus campanitas. Nuestros ojos asombrados veían a Papá Noel, disfrutábamos con sus dulces y nos emocionábamos con su “Jo Jo Jo”.
¡Cómo no rendir homenaje a ese hombre que alegró nuestra infancia!, ¡cómo no recordar a Don Wester, Papá Noel, abuelo de mi amigo Otto, si a pesar del tiempo transcurrido, de tantos años y tanta vida, cada Navidad sigo mirando al cielo, esperando sentir las campanitas y su risa cruzando el cielo!
*Concejala de la ciudad, mandato cumplido