Día del Médico - Darío Quinodoz - Infectólogo

La formación, la garantía que dura toda la vida

Es médico desde hace 30 años. Trabaja en el Sanatorio de la Cañada, es docente de la UNVM y, durante la pandemia, se contagió de COVID-19. Cuenta cómo fue el desafío. Además, pide que se reconozca la labor de la salud, ante todo en estos tiempos

Darío Quinodoz no recuerda por qué sus padres, que vivían en Canals, localidad ubicada al sudeste de la provincia de Córdoba, estaban el día que nació, en mayo de 1967, en la casa de sus abuelos, en Pueblo Italiano.

Hijo de una maestra y de un herrero, se crió en su tierra natal hasta los 17 años. Tampoco recuerda por qué, pero en tercer año del secundario decidió estudiar medicina y se aferró a su intuición sin más. El resto de los integrantes de su familia, excepto un hermano de su padre que era ingeniero agrónomo, no tenía formación académica.

 

En 1985 se instaló en el barrio Altamira, en la periferia de Córdoba capital: tenía unos cuarenta minutos en colectivo hasta el centro. Vivía con dos amigos. La vida era tranquila: no tenía celular, WhatsApp, Internet, ni siquiera teléfono fijo. Sin embargo, había que adaptarse: no era lo mismo haber viajado alguna vez a una ciudad grande que vivir en una. Y hubo situaciones complejas: por ejemplo, la hiperinflación de 1989, durante la Presidencia de Raúl Ricardo Alfonsín.

 

Estudió en la Universidad Nacional de Córdoba. Sus dos últimos años en la facultad, además, estuvo como practicante en el Hospital Rawson: en el marco del pregrado, se sumaba a las guardias. Hacia el final de la carrera, cuando solo le quedaba una materia, se tomó unas vacaciones: estaba cansado. El 4 de marzo de 1991 se recibió. En ese momento, los sitios para hacer las residencias eran muy pocos: si en cada lugar había, por ejemplo, unas cinco vacantes, rendían unas cien personas.

“Hoy por diferentes motivos quedan puestos libres y no llegan a cubrirse”, comenta.

 

En el primer lugar que rindió para la residencia se quedó: fue en el Hospital Italiano. En realidad, había rendido para otros hospitales pero, si no aceptaba en éste, tenía que esperar los demás resultados y la incertidumbre acerca del nivel de formación lo inquietaba. Hizo tres años de Clínica Médica. Luego se preparó otros dos años en Infectología: una parte la hizo en el Hospital Italiano y la otra en Barcelona, España.

 

Durante el primer año de residencia, los días eran intensos: tenían doce guardias de veinticuatro horas por mes. El pensaba que la sobrecarga de trabajo y lo económico no importaban en esa instancia. Para él, la formación “es una garantía de por vida”.

 

“¿Qué significa ser médico?”,  se pregunta una siesta de diciembre en su oficina, en el Sanatorio de la Cañada, y se sumerge en un silencio hondo.

Después dice: “Significa ponerse permanentemente en el lugar del otro. Significa tratar de entender al otro, poder tener la capacidad de superar un montón de cosas. Ser médico en nuestro país es muy difícil, muy difícil”.

-¿Por qué?

-¿Por qué? Porque es una profesión que está muy poco  reconocida a nivel social y económico. Es una lucha muy grande.

Darío Quinodoz, que además es docente de la Universidad Nacional de Villa María, compara. Piensa en un médico de algún país europeo que tenga un desarrollo profesional similar al suyo. Dice que a ese otro profesional, si bien no le va mucho mejor, tiene estabilidad: cobra lo mismo, cobra todos los meses, puede tomar un crédito. “Los salarios son muy bajos cuando los comparás con el esfuerzo invertido en formación, con tu responsabilidad”, sostiene.

 

A él le gustaría que se revalorice, más que al médico, a la salud: que la actividad vuelva a estar en la agenda de los gestores, de los intendentes, de los gobernadores.

 

Cuando comenzó el aislamiento, comenzaron las preocupaciones. Hubo que adecuar las instalaciones y las prácticas médicas en relación a la bioseguridad. Se gestionó la compra de todos los elementos de protección personal, se capacitó al personal para vestirse, desvestirse, se redactaron las normas de trabajo.

“Un trabajo infernal”, asegura.

 

No se tomó vacaciones durante el verano: pensaba irse más adelante, en marzo o abril, en el marco de un congreso. Pero, por supuesto, lo obvio. Está cansado pero, dice, no es un cansancio crónico. Tampoco está triste.

“Quizás lo único que perdí un poco en este tiempo es la paciencia. Na, na, es una broma”, dice, ríe y agrega que está con fuerzas para seguir.

 

Darío Quinodoz tuvo COVID-19 y no la pasó del todo bien: “Estuve muy muy agotado. Esto es una enfermedad donde lo peor no es tanto cómo te sentís sino el no saber cómo vas a ir”, manifiesta.

Se recuperó bien en lo físico y lo intelectual. Recibió plasma e hizo el tratamiento ambulatorio.

“Lo que pasa es que no es lo mismo la percepción de la enfermedad para nosotros que vemos cuarenta pacientes internados por día que para un amigo mío que hace otra cosa y que no tiene idea qué le puede pasar. Cuando vos sabés, el desafío es más emocional”, confiesa.

 

Cuando regresa a su casa, a veces, se queda pensando en sus pacientes. Se despierta, de repente, a las cuatro de la mañana, porque cuál será el diagnóstico, qué será lo mejor.

“Hay toda una cuestión invisible que la gente no conoce. No sé si le pasa a todos los médicos. A mí sí me pasa. Después de treinta años me sigue pasando”,  dice, por último.

 

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