DÍA DE VILLA MARÍA - 157 años

Confesiones

Sé que no es ni será fácil querer convencer a alguien sobre lo que tengo que decir. Estoy muy viejo y a esta altura de la vida ya no sé en qué pensar. Fui educado en la fe cristiana,  pero lo que llevo guardado durante muchísimos años va más allá de cualquier credo o religión. Pronto la muerte golpeará mis puertas y eso me aterra. No tendría que ser así, pero tengo tantas dudas sobre lo que ha de venir. No sé ahora si habrá cielos o infiernos más allá de esta paupérrima vida. Creo que los ángeles se me mezclan ahora con mis demonios. Tal vez estoy diciendo estupideces, lo sé, solo que nadie conoce mis secretos y, si los supiesen, estarían hoy como yo, desesperados.

Jamás debí aceptar el cargo de sepulturero en el cementerio de Villa María, y no es por la profesión, sino por los conocimientos que te da la experiencia en los cementerios. Nada se compara con esto, nada. De todas las profesiones que existen para el hombre, esta debe ser la más compleja. He sido chofer de maquinarias pesadas, tambero, hasta peón boyero en mi infancia. Fui vendedor ambulante cuando me casé, pero con la llegada de mis hijos tuve que buscar un empleo formal, y así ingresé, ayudado por contactos dentro de la política, a trabajar como empleado municipal. Cuando cambió el gobierno y su color político, muchos de mis compañeros perdieron sus empleos. Yo tuve que optar con dos opciones, o aceptaba la indemnización por el corto tiempo trabajado, o aceptaba el cargo de sepulturero en el cementerio local. Temí mucho quedarme en sin ocupación así que decidí por lo segundo creyendo que era solo un castigo por mi filiación política, pero la verdad fue que nadie quería ocupar ese puesto. No ha sido nada fácil acostumbrarme a cavar las fosas para los ataúdes que iban a tierra. Ni hablar de cuando tuve que abrir por primera vez un cajón para sacar el cuerpo de allí y reducirlo. Jamás olvidaré esa experiencia, aunque no fue la peor de todas. Era de un hombre joven, de contextura gruesa. Como no sabía bien cómo debía proceder, pensé que presionando cada parte lo reduciría de tamaño para después pasarlo a una caja. Entonces apoyé mis dos manos en el pectoral y apreté con todas mis fuerzas. Los huesos cedieron y un estallido de asquerosos gusanos, millones de ellos, salieron por todos lados, del pecho, de los ojos, de las orejas y de su boca. Un olor nauseabundo provocó mis vómitos y abandoné el ataúd abierto hasta el día siguiente. No dormí esa noche de la impresión horrenda que causó eso en mí. Tuve que recurrir a la Asistencia Pública para que me inyectaran algo para controlar mis vómitos. Al día siguiente regresé a ese lugar y presencié el más asqueroso espectáculo que produjo mi error de haber dejado abierto el cajón. En un diámetro de cinco metros se había formado un manto blanco de gusanos en movimiento. El solo verlo daba náuseas. Tuve que volcar un bidón de 20 litros de kerosén y prenderle fuego. También ese espectáculo fue horrible. Aquello fue una experiencia natural que solo me causó un horror esperable. Tapar y destapar tumbas se hizo casi un hábito para mí. Pero no son estas cosas las que me arrastran hacia la oscuridad de mi alma a esta altura de mi vida. La gente nace y muere por ley natural, y los cuerpos se convierten en cenizas, en polvo, en nada. ¿Pero dónde van las almas de los muertos cuando tienen que abandonar esos cuerpos inertes, sin vida, antes de que se los coman esos asquerosos gusanos? ¿A dónde están los cielos, a dónde los infiernos? Y me hago esta pregunta porque tantas veces he visto los espíritus deambular en el cementerio. Jamás sé qué buscan ni por qué están allí. Recuerdo la primera vez que vi a uno de ellos. El coche fúnebre había ingresado y, junto al conductor, iba el alma del hombre fallecido sentado a su lado acompañando su propio cortejo. Cuando advirtió que yo lo estaba observando, descendió y se introdujo en el ataúd. Quedé helado esa primera vez. Creí que de tanto ver cajones de muertos me estaba volviendo loco. La segunda vez que tuve esas apariciones fue cuando yo regaba el césped en la zona de las tumbas a tierra. Estaba muy distraído pensando vaya a saber qué cosa, cuando de repente una mujer, ya entrada en la tercera edad, vestida con camisón muy sucio, me preguntó por su hijo de nombre Jorge. Yo giré la cabeza y quedé contemplándola sin entender el motivo de su presencia. No había advertido que se trataba de un fantasma hasta que volví la mirada sobre la manguera para depositarla en el suelo, y ella ya había desaparecido súbitamente. Busqué su rostro entre las lápidas y la encontré. Esa mujer había fallecido medio siglo antes. Su hijo Jorge estaba sepultado a tierra muy cerca de donde yo regaba el césped aquel recordado día. Ya no solo había presenciado un ente fantasmal, sino que había oído sus voces. El tiempo transcurrió y las visiones se fueron multiplicando. Siempre hacían su aparición después de las 8 de la tarde. No sé por qué esas almas caminan toda la noche por el cementerio, de un lado al otro, pero no salen de sus límites hacia la calle.

Creo que van buscando sus familiares porque ingresan a los panteones y miran dentro de los féretros y continúan así sin detenerse. Casi nadie advierte mi presencia. Debe ser porque no me harían ningún daño. Me llevó mucho tiempo acostumbrarme a verlos caminar. A veces los confundía con los visitantes. Los he visto mantener conversaciones con sus parientes sin que ellos se dieran cuenta. Una tarde una mujer lloraba amargamente frente a la tumba de su esposo pidiéndole perdón. El alma de su marido estaba a su lado. Era un hombre de unos 40 años y presentaba un horrible orificio en su cabeza, producto de un disparo de escopeta. Y el clamor de ella fue oído, y él le decía que estaba perdonada, pero que no se había suicidado por su culpa sino por el motivo explícito que le dejó en la carta que ella jamás halló, porque se había extraviado debajo de la alfombra del vehículo que se hallaba secuestrado en la playa judicial. Yo sentí mucha lástima por esa mujer y decidí comprometerme con el espíritu. Me arrimé a esa esposa, le posé la mano en su hombro derecho y le dije lo que su marido intentaba hacerle saber. Ella me miró sin comprender, sintió vergüenza y se retiró del cementerio. A los 15 días me visitó para preguntarme cómo supe de la carta, y no pude responderle, simplemente le dije que no recordaba esa conversación. Tampoco pude olvidar a ese otro fantasma de mujer que en vida se había suicidado. Creo que nunca supo que había fallecido. Todas las tardes salía de su sepulcro, ascendía a la parte más alta del cementerio, y se arrojaba al vacío. Este evento fue avistado por muchos otros testigos desde afuera del cementerio, y después se convirtió en un mito. Pero no todos los espíritus eran pacíficos. A algunos de ellos les temía. Por ejemplo, al alma de la niña de 10 años que siempre aparecía de noche y tenía los ojos rojizos como sangre. Ella causaba mucha impresión, y hasta temor. Usaba un lenguaje desconocido, de sonidos que no existen en este mundo. Aparecía cada tres meses en los cambios de estaciones. Curiosamente, también aparecían espíritus de animales, y estos atacaban a los espíritus humanos, entonces yo me protegía de esos engendros del infierno. Era como un castigo a las almas que debían purgar alguna condena, por lo menos eso se me ocurre porque siempre atacaban a las mismas almas. Una vez me encontré de frente con una bestia y casi me muero del susto. Tenía como un metro y medio de altura, se parecía mucho a un perro, pero no lo era. No puedo describirlo bien ahora. Avanzó y traspasó mi humanidad casi sin advertir mi presencia. Recuerdo que quedé impregnado de un hedor asqueroso, y tuve que quemar las prendas que llevaba puesta esa tarde.

Jamás le comenté esto a ningún miembro de mi familia, ni a un amigo. Es el secreto que llevé toda mi vida. Ahora que estoy cerca de la muerte ruego a Dios que mi alma no deba peregrinar cada noche en los cementerios. Llevé una vida justa y tuve que soportar las pesadillas de los muertos. Solo deseo advertirles que no vayan a esos lugares sagrados de noche, dejen descansar a los que ya partieron, les aseguro que la verdad no les va a agradar a nadie.

Comentarios