Una noche de verano

domingo, 10 de noviembre de 2019 · 10:00

Escribe: Stefanía Coggiola
ESPECIAL PARA EL DIARIO

Atardece a la vera del río Tercero. El rocío se asienta sobre las piernas interminables de Paula. Ella observa atenta la otra orilla. Está Carlos trepando la copa de un árbol. Un joven en el paraíso de los valientes, el de los que dan el gran salto, los que se atreven a la aventura, al misterio de saber si un tronco incrustado en el fondo del río les abrirá la cabeza en dos, si van a lastimarse los pies con restos de vidrio o si van a hacer pie sobre un chancho muerto. Carlos se balancea de una rama como un simio enjaulado y le sonríe a Paula, entre tonto y seductor, con la boca bien abierta, con los dientes blancos a la vista. Paula dice que va a llover, grita fuerte: va a llover, Carlos, volvé. Carlos la ignora, se suelta de la rama y se zambulle en el agua; un agua que no se parece a un océano, que es un río turbio y marrón lleno de mugre, arena y barro.

En el bar que está sobre el barranco de arena suena una canción de Babasónicos y está por comenzar un ritual: dentro de unos segundos aparecerán detrás de la barra los dueños del bar entonando un tema brasileño, de esos que provocan la alegría popular. Harán una performance, una breve ceremonia para festejar la venta de un trago especial. Paula hace caso omiso al festejo, está preocupada por Carlos que sigue del otro lado con Lucas y Matías, sus mejores amigos de la escuela técnica, el único lugar donde Carlos se siente bien, donde parece encajar. Con Matías y Lucas planean el viaje de estudios. Quieren ir a Bariloche, pero no saben si conseguirán asientos en el colectivo de una empresa reconocida de viajes de la ciudad, el mismo donde viajarán las chicas de otro colegio que hace rato vienen viendo en la playita.

Son tres las chicas, están recostadas sobre la arena gruesa. Tienen el pelo rubio, los hombros colorados de tanta resolana. Lucen bikinis apretadas, los culos adolescentes al aire, las tetas ajustadas en el pecho. Ahora están mirando hacia la misma orilla que mira Paula, donde está el grupo de varones haciendo estragos con sus cuerpos, torciéndolos, llevándolos al extremo de su potencial. Ellas se mantienen atentas a los movimientos de sus brazos, de sus piernas, de sus torsos compactos. Carlos les devuelve la mirada y cuando Paula se levanta para ir al baño, fija los ojos en Victoria y deja que las miradas se crucen por unos segundos. Victoria siente un dolor hueco entre las piernas. Carlos le da la espalda y desenfunda las plumas como un pavo real, se regodea en su esplendor, se pasea dando saltitos en la arena con la malla floreada que le llega a las rodillas.

El curso del río aumenta su velocidad de un momento a otro y por más que la gente quiera permanecer dentro del agua, ya no resultará tarea sencilla regresar a la otra orilla, la que permite el regreso a casa. Habrá que hundir los pies en la arena, convertirlos en garras, inclinar el cuerpo hacia adelante, luchar contra la presión infernal del agua. Carlos, Lucas y Matías planean el regreso. Paula se inquieta, guarda el equipo de mate, mete los restos de galletitas en un tupper, se prende un cigarrillo. Las chicharras revientan el espacio de sonido, cantan desprolijas, mientras la noche va borrando el paisaje y los sauces que parecen siempre a punto de caer destacan por sobre el resto de los árboles que ya se convierten en una gran mancha verduzca.

A diferencia de Paula, las tres chicas no parecen afectadas por la posibilidad de la lluvia y el aumento del cauce del río, al contrario, conversan con otros grupos de jóvenes, van y vienen, beben cerveza, organizan una fiesta para la noche: armar un fuego, bailar al ritmo de una electrónica espasmódica hasta que se haga de día. Carlos, Matías y Lucas llegan a la orilla a salvo. Carlos se tira mojado sobre Paula y le dice al oído, mientras observa la gente pasar, que quiere quedarse un rato más. La besa con los labios húmedos, le inunda la cara de olor a río.  Paula se lo quita de encima y le pasa una toalla seca. Un bullicio a lo lejos los distrae, viene de un islote de arena que está más alejado. Para acceder hay que internarse en el monte tupido. Lo que llega es confuso, se diluye con el sonido narcotizante del correr del agua, de las carcajadas de chicos y chicas que beben en el bar. Paula se para, se lleva las manos a la cintura, trata de prestar atención, pero solo alcanza a distinguir unos alaridos que se mezclan con algunas risas.

Se acercan ellas, las tres rubias de pelo lacio y sedoso. Carlos se para inquieto, bebe un sorbo de la jarra de cerveza que compró hace unos minutos en el bar. De fondo, suenan Las Pelotas. Las chicas caminan con un tatuador que frecuenta la playita. Hablan del tatuaje de un dragón para alguien, uno que ocupará toda la espalda. Paula se aleja del grupo, dice: voy a ver qué pasa en el islote. Carlos ignora lo que dice Paula y centra su atención sobre Victoria, la piel acaramelada, los ojos negros. La recorre con prudencia, nota su cintura, sus curvas, su bikini con tiritas finas, que parece que en cualquier momento se van a cortar y van a dejar al descubierto las partes más íntimas, las que Carlos ya se imaginó. Victoria le pregunta si se va a quedar al fogón, le cuenta que va a haber música y tragos, que van a hacer un asado en el patio trasero de una de las casas que están bien pegadas al río, de las que se inundan con cada crecida y los dueños se niegan a abandonar.

Es de noche. Paula avanza torpe despejando el camino con una rama. El islote aún está lejos, tiene que avanzar entre los árboles y ya no hay más camino marcado. Recuerda que estuvo ahí, que ella estuvo en ese islote hace tiempo, pero es un recuerdo borroso. Se rasca las piernas, los mosquitos están encarnizados, se posan sobre su piel con restos de protector solar. Los animales comienzan a corretear por el monte que se siente pesado, ocluso. Paula piensa que si avanza en línea recta tiene que llegar al codito, esa torcedura que desemboca en el islote. Escucha algunos alaridos, pero esta vez son más agudos. Se tensa. Comienza a correr entre la espesura, se tropieza, se raspa las rodillas que quedan como dos frutillas explotadas. Retoma la marcha y vuelva a sentir alaridos. Se desespera, intenta llamar a Carlos pero ya no la escucharía. Le sale un Carlos bajito, pero solo sirve para darse cuenta de cuán lejos está de él, de lo sola que está en medio de este universo verde y negro y envolvente. Podría haberse quedado recostada sobre la arena húmeda, resguardarse de la frescura de la noche en los brazos de Carlos.

Victoria está sentada junto a Carlos. Las piernas están cerca, llegan a rozarse, suficiente para inquietarlos y disparar posibilidades: cómo sería besarse, tocarse, sentir las lenguas tibias, apretar la carne. Contemplan el río correr. El resto del grupo está en el bar, juegan la segunda partida de metegol y las chicas les dicen que sí, que hay lugar en el colectivo. Matías y Lucas piden otra cerveza para festejar, planifican excursiones, a qué boliches asistirán, cuánto beberán, qué drogas consumirán. La humedad del piso se les cuela por los pies, Matías y Lucas les prestan los buzos a las chicas para que se abriguen, dicen que tienen frío, lo dicen con ternura, inclinando las cabezas, como si fueran dos animalitos recién destetados.  

Paula encuentra el codito que la lleva al islote, cruza el río y se interna en el territorio que siente que lo ha habitado. Una sensación de angustia le invade la garganta, como si tuviera una astilla clavada, algo que no entiende. Los alaridos deberían venir de acá, piensa, pero ahora ya no hay murmullo, hay un silencio aplastante. No está sucediendo una escena trágica: nadie está siendo atacado. No hay gente, hay restos de su existencia allí: preservativos usados, botellas, basura. Hay bichitos de luz que se prenden como faroles intermitentes. Paula se sienta en la arena. Ve árboles, plantas. Sabe que pronto los insectos comenzarán a rodearla, que buscarán acceder a un pliegue cálido de su piel. Se siente liviana y su cuerpo comienza a evaporarse. Paula piensa que aquí el tiempo parece ser otra cosa y se mezcla con el agua del río. Es una noche de verano.

66%
Satisfacción
16%
Esperanza
0%
Bronca
0%
Tristeza
16%
Incertidumbre
0%
Indiferencia

Comentarios