Recuerdos de la infancia en Villa María

Barriletes

El autor repasa momentos que moverán al recuerdo a todos aquellos (cuarentones, cincuentones, sesentones...) que, cuando niños, corretearon por los baldíos de las dos Villas y de las localidades de la región

Escribe Hugo Amaya
Especial

A mis ocho años, nos fuimos a vivir a un barrio. Asombroso. De las veredas del centro a los baldíos (numerosos, gigantescos en esa época). Fogatas, túneles a medio hacer, persecución de insectos, canchas de fútbol, trueque de aves, especies extrañas, incluyendo mis nuevos amigos…

Inexorablemente, las actividades incluían aspectos dudosos, y había que cumplir con la regla de oro: que no se entere mamá, y si ocurre, que no llegue a papá, por razones obvias. Ninguno ignorábamos  que los mayores eran esa gente a la que hay que engañar con cariño y un poco de compasión por sus tareas de vigilancia. Nos autorizaba la crueldad de todo niño, y la aventura que nos esperaba, latiendo ahí nomás…

Así, cuando luego de horas jurábamos volver del metegol de la iglesia, el juego había sido ir “a dedo” a cualquier parte, en cualquier camión amigable de “la ruta pesada”, o el partido de fútbol en una imprecisa canchita era el disfraz de una fuga masiva al río, lugar de competencias, remolinos, y una cercanía a la desgracia que jamás medimos.

Pero nada más difícil que los barriletes. Entrado septiembre, algún afortunado revivía el del año pasado, y zás… ¡a hacer barriletes! Caso especial, diría. Se  me informó que los barriletes se hacían. Entonces mamá (dinero), el quiosco, porque  siempre los papeles, el engrudo, los hilos. Pero el armazón (el cuadro) tenía que ser de cañas. Legítimas, de cañaveral. Robadas.

Todo un operativo, múltiple y secreto. Lo ideal: cuatro voluntarios, dos por bicicleta, uno que supiera llegar seguro. El lugar con cañas estaba en otro lejano barrio, es decir, otro mundo.

Calles y calles de arena y paraísos ancianos, a veces calor, y la parada obligatoria: la tapera, mínima, horrenda, en el medio de una gran esquina  baldía con yuyos de altura increíble, cuyo morador nunca se vio, (pero era sabido que comía perros y que en las madrugadas, la luz de una vela acompañaba rezos o monólogos). Diez, quince minutos vigilando y debatiendo, no ver nada, seguir camino.

Más adelante, casi el campo y “el monte”. Adentrarse, llegar hasta un alambrado y abandonar las bicis, con el más asustado de nosotros cuidando. Arrastrarse por debajo, romperse la ropa asegurando el primer castigo en casa. Después, lo más peligroso: sin cortarse, sacar de entre la ropa los cuchillos de diente grande, meterse más adentro, discutir cuál sí, cuál no, esquivar arañas, empezar a cortar sin mucho ruido. A esa altura, casi no se hablaba. Cosechado lo suficiente, faltaría tratar de sacar el botín por entre las otras cañas, las todavía vivas, verticales. Agotador. Luego, otra vez el alambrado, ver quién maneja, quién carga.

En esos menesteres habríamos estado cuando el cañaveral se aparta como una ruidosa cortina, y, como si una barba y un machete pudieran hablar, la voz de óxido… preguntando qué nos parecería si nos mataba, ya que estábamos robando en su propiedad. Primero la palidez, luego el llanto de los rehenes… Fuera del cerco, una bici ya sola, la otra batiendo récords. Lo demás fue silencio, y miedo.

En fin, incautadas las herramientas, un “no aparezcan más” bien gritado, y alguna patada en el culo  para darle seriedad al asunto de la liberación, nos  dejó otra vez al descampado, mudos y temblando.

Con la caminata íbamos recuperando el diálogo, pero no acertábamos a coincidir en la morfología de nuestro vencedor, y ninguno confiaba demasiado en los testimonios del otro. Mientras repasábamos la deserción y daños  en la división Transporte, una  tormenta próxima adelantaba la noche y, sin advertirlo, otra vez frente al baldío con la tapera.

Ibamos a pasar como si nada, pero se escuchó un silbido.

Al mirar, algo como un espantapájaros demasiado pequeño envuelto en trapos oscuros y gorra nos hacía señas para acercarnos, sí se advertía su boca en movimiento aunque ningún sonido llegaba. No era más grande que un perro galgo, guaso, como tantos, lástima que no había ninguno para comparar. Abandonamos la bicicleta, corrimos enloquecidos cada uno a su casa y, por supuesto, le contamos todo a mamá, y a papá también.

 

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