Viajes posCuarentena / Santa Fe / San Javier

Mucha Mesopotamia

Bendecida por uno de los afluentes a los que da vida el Paraná, el municipio convida acuarelas bien del noreste argentino. Pesca de nivel internacional, playas e historia, la de jesuitas y mocovíes

Escribe Pepo Garay

ESPECIAL PARA EL DIARIO

Tremendo el Paraná. Un Goliat cuyas aguas eternas desbordan y van a parar a ríos hijos, como el San Javier, que se hace de esa esencia y se la entrega toda al municipio al que bautiza. De tales modos, en el noreste de Santa Fe, San Javier surge como un municipio óptimo para aquellos que buscan verde, riachos, islas, pájaros, muchos peces y, fundamentalmente, postales muy de la Mesopotamia argentina.

Por otro lado, la localidad ubicada 460 kilómetros al noreste de Villa María, también convoca a quienes gustan de la historia. Resulta que por estos pagos respiró una de las muchas misiones jesuíticas repartidas por el Litoral nacional. Así lo aseguran un grupo de nativos mocovíes que todavía viven como pueden en campos de la zona.      

 

El río, siempre

Viniendo de Villa María, el viajero pasa primero por Santa Fe capital, y ya en la cabecera provincial arremete por la ruta provincial 1. Camino peculiar y colorido, que permanentemente exhibe el nexo que une a los santafesinos con las aguas, con la pesca, con la cumbia, con los candores del oriente argentino. “Sábalos”, “sábalos”, “sábalos”, gritan mudos los carteles. Los de los pescadores con sus barquitos. Los de los restaurantes, más pomposos, y seductores.

En esas leyes va la carretera, que en varios tramos convida con unas arboledas inolvidables, y el río que levanta la cabeza. Como para que no se olvide uno de su presencia inefable. Como si hiciera falta.

San Javier casi que corona al llamado “Camino de la Costa”. Entramos, para absorber la mística de esta localidad que es visitada por turistas de los cuatro países del Mercosur, sobre todo los que tienen a eso de echar la caña como hobby principal, como pasión. Vienen a capturar los ya famosos sábalos, surubíes, pacús, bogas, dorados, por caso. El que no, igual sabrá disfrutar y agradecer las playas de arena, y la ribera corpulenta, el follaje intenso.

Para el forastero, un dato importante: lo de pescar se da todo el año, pero con temporada alta durante el invierno, cuando las cabañas, campings y hosterías se llenan de grupos de amigos. Los veranos en cambio, son más familieros, más de días de playa y relax al sol. 

 

Navegando por la historia

Nacido a mitad del siglo XVIII, San Javier vino al mundo merced a algunos de los últimos jesuitas que quedaban en el continente. Fueron ellos los que erigieron una reducción de aborígenes mocovíes. Más pistas al respecto arroja el céntrico e interesante Museo Parroquial, hogar también de variedad de elementos de las décadas previas a la conquista española.

Menos añosas, aunque de cualquier modo antiguas, son las viviendas construidas en el despertar del siglo XX, distribuidas en todo el casco céntrico. Aun así, el tesoro mayor lo materializa la Parroquia San Francisco Javier. Bella y bien plantada, surgió en el meridiano del siglo XIX, con los mocovíes como albañiles.

Hablábamos de los mocovíes, y como no darse una vuelta por el Taller de Arte Aborigen Mocoví, donde sobresalen productos de alfarería, paridos de manos de artesanos con sangre indígena. Aquel aura también sobrevive en algunas fincas aledañas, en campos donde hace un siglo atrás palpitó la última gran revuelta indígena. Algo de tales menesteres cuenta el Monumento al Pueblo Mocoví, hecho de troncos, y de ausencias.

 

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