Letras de memoria - A propósito del cierre de la mítica confitería del Centro de la ciudad, fundada en 1935

Señor Madrileña

La tabla del ocho era el límite de nuestro esfuerzo para aprender la prueba de supervivencia que nos imponía la escuela, aprendiendo las tablas de multiplicar. Superada esa instancia, la tabla del nueve nos esperaba rumbo al final.  Ella era distinta, tenía que serlo, era el nexo entre lo conocido y lo nuevo, nos impulsaba a encontrar explicaciones, desechar la memoria mecánica usada hasta ahora, nos mostraba el camino de la creatividad, de lo oculto que suele haber en la palabra olvido. Tenía reglas simples para aprenderla, disimuladas en ese globo que parecía un vacío cerebro, sin ideas ni argumentos. Allí, en la soledad de ese globo  vacío, aferrado a sus raíces, empezábamos a construir el hombre que somos o el que soñamos ser.  Era tan fácil la del nueve, aprenderla nos acercaba sin mucho esfuerzo a la sensación de valientes, de estar preparados para mutar la vieja piel infantil que desaparecía con antiguas marcas de caricias, de balbuceos, de asombro, de ajustados pañales. Al diez hay que sacarle uno, al veinte, dos; al treinta, tres; y así, hasta el final de la multiplicación, era el sistema más austero e infalible. Pero atrás, en el fracaso de superarla, también esperaban los fantasmas del fracaso para estigmatizarnos y convertirnos en esclavos. Después de un día agobiante de calor, nos sentamos con mi padre en la mesa del comedor. Era el ensayo general ante el final de las clases y el examen de la maestra. Sostenido por la mirada de mi padre, las notas musicales de las multiplicaciones resonaron en el aire como un coro desafiante de entusiasmo.  Superé la tabla del ocho y en el amanecer de un nuevo niño apareció el nueve, la planicie, el sendero, el tobogán que me puso ante una nueva y misteriosa puerta.

A mi padre se le llenaron los ojos de agua, sentí vergüenza por esas pequeñas plumas que crecían en mi espalda y que lo hacían llorar. Sacó de su bolsillo una refulgente moneda y la apretó en mi mano. Caminé dos cuadras, apretujándola contra mi pecho, desde la tabla del uno sabía cuál sería su destino. Empujé la puerta y apenas alcanzando el mostrador dije: Señor Madrileña, quiero un helado de dulce de leche y frutilla, el mejor dulce de leche del mundo, agregué, esperando la recompensa.

Ernesto Fernández Núñez, villamariense y vicepresidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) a nivel nacional

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