La expresión

domingo, 18 de agosto de 2019 · 10:00

Escribe Sergio Vaudagnotto
De nuestra Redacción

Debe ser difícil, señor presidente, tomar decisiones con Jaime diciéndole por un oído una cosa, mientras Marcos le susurra por el otro lo contrario; aunque los dos, de frente, le mienten parejo acerca de que se gana el domingo, que siempre se gana. Y después se le nota en la cara, cuando sale por la tele, derrotado, pero lanzado a fuerza de coaching, de ensayar ante el espejo, a comenzar de nuevo: pesada herencia, segundo semestre, lluvia de inversiones, brotes verdes, pasaron cosas, tormenta, no se inunda más, no se inunda más, carajo... Y vuelta a empezar: pesada herencia, etcétera...

Digo yo, pregunto, ¿cuánto hace que no se encierra con Juliana a ver una de aquellas películas que marcaron épocas; una de Fellini, una de Scola o “El secreto...” de Campanella, sin ir tan lejos? ¿Cuánto hace que no lee un libro placentero; un Yourcenar, un García Márquez... algo alejado de la coyuntura, las cifras, el círculo rojo, Marcos, Jaime, todos y todas?

Vea, señor presidente, el arte, la cultura, le siembran semillas a uno; hacen que a uno le florezcan ideas, inclusive. No me atrevo a spoilearle una peli que a lo mejor algún día no muy lejano, quién le dice, tiene tiempo sobrado para ver. Pero me voy a permitir abreviarle un cuento ya de por sí breve, que don Mario Benedetti escribió allá por 1950, allá por Montevideo, al que estimo que no llegará nunca, porque seguro que se queda en Punta del Este a despachar otros asuntos.

La pequeña historia trata sobre un niño, Milton Estomba, quien a los 7 años ya asombraba a propios y extraños tocando la Sonata Número 3 op. 5 de Brahams. A los 11, el unánime aplauso de la crítica y el público acompañó su serie de conciertos por todo el mundo.

No vaya a creer que comparo Estomba, auténtico prodigio,  con usted. A lo que voy, es a algo que le pasó unos años después -siempre según Benedetti-, cuando pudo notarse en él una evidente transformación. Había comenzado a preocuparse desmesuradamente por el gesto ampuloso, por la afectación del rostro y otros tantos efectos. El llamaba a todo eso su “expresión”. Poco a poco, Milton se fue especializando en “expresiones”. Tenía una para tocar La Patética, otra para Las niñas del jardín, otra para La Polonesa y así.

Antes de cada concierto ensayaba ante el espejo, pero el público, frenéticamente adicto, tomaba esas “expresiones” por espontáneas y las acogía con ruidosos aplausos y bravos (a la manera de  “sí, se puede”).

El primer síntoma inquietante, señor presidente, apareció en un recital de sábado. El público advirtió que algo raro pasaba y en el aplauso llegó a filtrarse un incipiente estupor. Sucedía que Estomba tocaba La catedral sumergida con la “expresión” de La marcha turca. Y ya luego sobrevino la catástrofe. El pianista olvidó para siempre todos los nocturnos, preludios y sonatas que habían figurado en su amplio repertorio, en su programa (como si habláramos de pobreza cero, construir tres mil jardines de infantes, los trabajadores no van a pagar Impuesto a las Ganancias... digo, para que me entienda).

Lo asombroso, lo realmente asombroso, fue que no olvidara ninguno de los gestos ampulosos y afectados que acompañaban cada una de sus interpretaciones.

Nunca más pudo dar un concierto, pero sus allegados más fieles o más falsos lo consolaban yendo a escuchar y aplaudir sus mudos recitales de “expresiones”. De haber sido como usted, presidente, seguro que tenía alguna admiradora que se atrevería a lanzar que no se iban más del teatro, que los iban a tener que sacar muertos.

Y ahí termina el cuento, señor presidente. Triste, pero estaba escrito desde 1950. Con nada más que “expresiones”, no se llega más allá del círculo íntimo, del círculo rojo, en todo caso. Sólo con “expresiones” no se puede hacer nada para las mayorías, ni tocar el piano, ni mucho menos gobernar.

 

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