Ballesteros - El camino que surcó Abel Marinelli

El hombre que amaba a las vacas por encima de todo

Desde “Monte Chico”, en La Herradura, es uno de los mayores referentes de la lechería argentina. Sin embargo, lejos de expandirse a tierras de Santa Fe o Buenos Aires, decidió quedarse en el interior de Córdoba. Esta es la historia de un hombre que dedicó su vida a un proyecto familiar
martes, 1 de octubre de 2024 · 07:00

Hay una vieja foto en blanco y negro de esas que caben en la billetera. Es de principios de los 50, pero, a pesar del papel oxidado, no ha perdido su maravillosa fidelidad. Y Abel me la pasa como una contraseña hacia el pasado. Puedo ver, como desde un alto tablón de feria, a un niño y dos hombres entre vacas de ubres rebosantes. La foto fue tomada en Casilda, en el tambo de Enrique Marinelli, hace unos 70 años. Y allí posan padre e hijo junto a un empleado. La pregunta es cómo hizo Abel Marinelli para pasar de ser aquel chico de mameluco a este hombre de elegante camisa que está frente a mí, en el décimo piso de su departamento en Villa María. Cómo hizo para dejar Casilda, una de las cuencas lácteas más prósperas del país, e instalar su tambo en La Herradura y levantar su casa en Ballesteros. Y, sobre todo, cómo pasó de las setenta vacas lecheras de antaño a las más de cuatrocientas del presente.

Le devuelvo la foto para que ahora sea él quien, volviendo de manera fugaz al pasado, me lo cuente.

 

Desde abajo

“Yo nací en Zavalla en 1941, pero cuando cumplí 4 años mi viejo alquiló un campo en Casilda. Y allá nos fuimos, con el tambo que había iniciado mi abuelo. Era una casa muy linda, con agua y baño; y el campo era un cuadrado así -me dice Abel, dibujando con sus grandes dedos las cuatro líneas en el mantel-. A 500 metros había una escuela Láinez, donde hice toda la primaria… Cuando cumplí los 12, empecé el secundario y mi viejo me empezó a llevar a los remates, pero también al banco… Quería que fuera aprendiendo… Y cuando cumplí los dieciocho ya me puso de socio: Enrique Marinelli e Hijo se llamaba la firma…”

Con todo servido para quedarse en los mejores campos del país, la duda es cómo terminó recalando en Ballesteros. Y entonces Abel, mirando a su esposa, adelanta la respuesta.

“Cuando salí de la colimba, mi viejo había alquilado otro campo. Pero en el 65, en esa zona empezó la soja. Y el que tenía vacas era mirado con desaprensión… Sin embargo, yo seguía firme en mi decisión de ser productor lechero. Y como teníamos agua de primera, me iba a los remates y compraba vacas en mal estado. Pero después, con agua buena y muchos cuidados, en sesenta días era un animal nuevo… Y valía el doble… En ese éxodo de tamberos compré un campito entre Ballesteros Sud y Morrison, a pagar en plazos… Hasta que un día del 68, cargando nafta en la YPF de Ballesteros, la vi a ella... Se tomaba el colectivo en la ruta y ni siquiera me registró… Pero yo sí… Nos casamos en el 71, y desde entonces estoy aquí…”

Y Ana confirma, con una sonrisa, que lo que dice Abel es la pura verdad.

 

Los trabajos y los días

“En el 69 tuve que cambiar el tractor y saqué un crédito con la Ley 10.050… -continúa Abel-, pero me empezó a comer la deuda... Así que fui al Banco Nación de Bell Ville para decirles que les pagaba con el tractor. Pero el gerente me dijo: ‘¿Para qué queremos el tractor? ¡Le vamos a tomar las vacas y el campo!’ Un amigo me dijo que pusiera un abogado, pero yo no quise. Así que vendí las vacas, junté la plata y me fui a pagar. Había llevado una caja de zapatos llena, pero el hombre de la ventanilla me dijo que no me alcanzaba, que los intereses eran mucho más altos… Por suerte me hicieron un plan y pagué lo que pude. Después, un compañero de la Sociedad Rural de Villa María me dijo: ‘Tengo un campo para vos, mucho mejor y más barato que el de Ballesteros Sud, pero queda en La Herradura…’ Y a los tres días vino a verme con los propietarios. Eran 100 hectáreas y arreglamos. Yo vendí el de Ballesteros Sud y con algo de esa plata me fui al banco a pagar más cuotas… La casa estaba abandonada, con piso de tierra, los alambrados caídos y el campo, destrozado, porque le habían sembrado maní...”

-¿Monte Chico?

-Exactamente… Pero en ese tiempo era una selva… Me habían sobrado ocho terneras, así que las llevé y empecé a sembrar… Me acuerdo que le pedí al Chochi (Ludovico Anastasia) un alambre de púas. Así que hice un cordoncito y compré cinco vacas más.

“¿Cómo te creés que hubiera hecho si yo no salía a trabajar todos los días?”, dice Ana. Y Abel asiente.  “Cuando tiene razón, tiene razón… No sé qué hubiera hecho sin ella… Con decirte que alquilamos una casita, no mucho más que una pieza y un baño, pero que nos sirvió para empezar… Y tuvo que pasar un buen tiempo hasta que compramos la casa del frente, donde criamos a nuestros hijos Gastón, Betiana y Laura…”.

 

La tierra que mana leche y miel

-Y en esa casa empezó el progreso…

-Sí, porque apenas nos mudamos llegó un hombre en un carrito. Dijo que era albañil y que buscaba trabajo. Y lo mandaron a mi casa. Lo contraté y empezamos a construir la casa en el campo y un galponcito para ordeñar. Nos llevó varios meses… Empezamos los trabajos en septiembre del 79 y ordeñamos por primera vez en marzo del 80. Sacábamos 100 litros por día y entregábamos a Abolio y Rubio, en Tío Pujio. Al poco tiempo estábamos sacando trescientos litros diarios y yo estaba contento…. Pero…

-¿Pero?

-Pero un amigo me dijo: “Abel, me parece que vos podés sacar más leche… Hay una reunión en un campo de Marcos Juárez… Viene un tipo de La Serenísima y dice que en 80  hectáreas saca 2.500 litros…” Y yo le decía que no podía ser, que eso era imposible… Pero igual fui, porque tenía ganas de mejorar y “ser alguien”… Eso fue el 27 de octubre de 1980… Nunca me olvidaré el día… Ahí lo conocí al ingeniero Carlos Oddino, que dio una charla magistral y me cambió la vida…

-¿En qué lo cambió Oddino?

-En todo… Carlos me ordenó las pasturas y la dieta de las vacas, me hizo un plano para el boyero y un diagrama para el control lechero. Y me dijo: “Yo no puedo ir a tu campo, pero te voy a asesorar por teléfono”. Yo ya tenía 153 hectáreas y estaba sacando más litros. Un día Oddino me llama y me dice: “Tengo ganas de dejar La Serenísima y hacer mi propia empresa, quiero ser libre… Si vos te conseguís cinco o seis productores más, me hacés un sueldo como el que yo gano y le damos para adelante…”.

-¿Y qué hizo?

-Al otro día me recorrí toda la zona, pero no me dio bolilla ninguno... Me decían: “Si ponés un ingeniero te va a fundir”. O: “¿Qué me van a asesorar a mí, con los años que tengo con las vacas?”. Cuando le conté a Oddino, él me dijo: “Pero, Abel… ¡No hace falta que sean vecinos!” Así que hablé por teléfono a San Marcos, a Morrison, a Bell Ville, y también acá, en Ballesteros… Y todos me dijeron que sí… Daniel Cagnolo, el Vasco Otaduy, Sibiardo Loza, Pedro Abello, Federico Brinner, Chochi Anastasia… En apenas una hora armamos el Grupo Ruta 9… Eso fue a fines del 83 y el grupo se hizo muy famoso… Con decirte que venían a visitarnos profesionales de Buenos Aires o de Pfizer... En 1988 hicimos una reunión y vinieron 600 productores. Y todo sin celular (risas)… Era gente que quería progresar, como nosotros... A su vez, yo asesoraba a todos los que me pedían consejo, sin cobrarles nada…

-¿Y cómo les fue?

-Todos crecieron y yo crecí más que todos. Porque Carlos me dijo: “Mañana, cuando yo venga, no te quiero ver más arriba del tractor; porque no podés estar en todos lados y pensar”. Y tenía razón… En noviembre del 83 compré 40 hectáreas más. Y ya estaba sacando más de 1.000 litros por día…

 

Un ballesterense en California

-Y con el crecimiento vinieron los viajes…

-Sí… Un inseminador uruguayo nos organizó el viaje a California y con el Grupo Ruta 9 nos llevó a recorrer todo el sistema de tambo. Fuimos a una exposición de lechería en Madison, una de las más grandes del mundo; y luego estuvimos en Chicago. Eso fue un cambio tremendo porque pudimos traer ideas nuevas y optimizar lo nuestro. Al punto que, en el año 2000, yo ya tenía quinientas vacas. No eran de puro “pedigree”, pero casi… Después estuvimos en Australia, Nueva Zelanda y Canadá… El viaje a California fue en el  93, cuando el INTA largó el programa Cambio Rural, y un montón de productores venían a La Herradura para ver el campo…

-¿Y Carlos?

-Carlos nos ayudó hasta el final… Lamentablemente, falleció hace poco; al otro día de la final de Qatar… Estaba muy enfermo y nunca se terminó de reponer de la muerte de su hijo…

Abel hace un réquiem silencioso a la memoria de su amigo, mirando por la ventana del departamento hacia oriente, en el sentido de sus campos, donde ya no hay sol. Luego, y acaso para cambiar de tema, cuenta otras anécdotas de su vida.

Un curso de piloto de aviación en Rosario con más de 1.500 horas de vuelo, en el 62, y el servicio militar que hizo ese mismo año en la Quinta Brigada Aérea de Paraná. Sus idas al Coloso del Parque para ver a Newell’s y su participación en las dos Agroactiva que tuvieron como sede a Ballesteros en 2005 y 2006. Su amistad con Luis Landriscina y Oscar Alleotti. Las entrevistas para Canal Rural y las revistas de agro más importantes. Y el hito de haber puesto los nombres de Ballesteros y La Herradura en lo más alto de la lechería argentina.

Abel, junto al intendente Veglia y el presidente del INTA, en 1993, durante el inicio del programa Cambio Rural, impulsado de Nación

 

Padre e hijo

-Usted se hizo cargo del campo de su padre, pero no corrió la misma suerte…

-Gastón es muy inteligente, pero quizás no era para el campo… Yo me enfermé una vez y él se tuvo que hacer cargo por un tiempo… Y lo hizo muy bien… Le dije: “Hijo, esto es todo tuyo; te ayudo hasta que arranqués”. Pero él me dijo que no, que pondría un encargado o que lo alquilaba para hacer soja. Y yo le dije que la condición era que estuviera él, como hace tres generaciones… Y que en ese campo siempre haya vacas… Porque todo lo que tenemos se lo debemos a las vacas y porque somos la última firma lechera del país que lleva nuestro apellido… Pero no hubo caso… Él quiere la música mucho más… Ahora se quedó a cargo mi yerno, Gerardo, con unas 800 vacas, de las cuales la mitad son para ordeñe. Y yo, por suerte, sigo yendo…

Cuando se le pide una conclusión de vida, Abel dice: “Haber sido lo que siempre quise ser: un productor lechero. Y el orgullo de que, en el pueblo, quienes fueron empleados míos todavía me inviten al cumpleaños o me saluden para Navidad… Creo que lo más lindo que me pasó fue hace poco… Yo entré al boliche de La Herradura a buscar comida y se levantó un muchacho, Gilli, para saludarme… Estaba comiendo con su familia y les dijo: ‘Chicos, este hombre nos enseñó todo lo que sabemos de campo... No se dan una idea de todo lo que hizo para que progresara el pueblo…’ ¿Qué más puedo pedir?”.

Cuando la nota se termina, volvemos al principio de la charla y le pregunto por qué razón,  si su padre vendió el campo para hacer soja, él no hizo lo mismo.

“Porque las vacas son mi vida…” dice. Y se calla, como si se hubiera quedado para siempre sin palabras. Entonces, Ana sale en su ayuda.

“Cada vez que va al campo, hay una vaca que lo viene a buscar y le lame la cara… A esa vaca la quiere más que a mí… Bueno, él quiere a las vacas por encima de todo…”, cuenta la mujer.

“Ahí está mintiendo… Bueno, casi…” dice el hombre de nombre bíblico que, como los patriarcas del Antiguo Testamento, llegó una tarde a una tierra prometida e hizo manar leche y miel. Y los dos, Ana y Abel, se ríen mirando por la ventana del décimo piso de Villa María hacia los campos de oriente, como si miraran al este del Edén.

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