Por Juan Carlos Seia

Cables

Era muy chico cuando en casa instalaron el teléfono. No era habitual en esa época, cerca del año 1962. Mi padre tenía un comercio y se justificaba el costo de mantenerlo.

De inmediato, el negro aparato me despertó gran curiosidad. De hecho, yo era el único de la familia que no lo usaba, pero era el que más intriga tenía por esa herramienta mágica, con la cual se podía pedir mercadería a Buenos Aires, hablar con la tía Yolanda a Rosario o avisar a la vecina que a las 11 la llamarían de Córdoba.

Enseguida me percaté que todos los teléfonos estaban unidos por unos finos cables que avanzaban adheridos a las paredes o volaban entre postes. Así que por ahí, por esos hilos milimétricos viajaban las listas de precios, las malas noticias, las invitaciones a fiestas, los secretos, los chismes de la familia, las recetas de cocina.

Mi asombro de niño día a día se renovaba: descubrí que por calle José Ingenieros y luego por 9 de Julio pasaba una fila de postes con decenas de alambres que alguien me dijo que seguían y seguían, al costado de las rutas, y entraban a otros pueblos.

Y que por Lisandro de la Torre y por 25 de Mayo iban las líneas de telégrafo, y que al costado del ferrocarril otros alambres comunicaban las estaciones.

Todas nuestras voces, pensé, todos nuestros mensajes, pueden pasar por esos hilitos. A los pocos años, la ciudad empezó a tejer redes de cables un poco más gruesos, que no solo llevaban voces, sino también imágenes.

El mundo -con los inventos- se hacía más chico, y Villa María más grande. Por ahí quedaban todavía los cables de la red Cylter, que con parlantes en el centro avisaba los resultados del fútbol y ponía música. Más tarde tendieron los de la "música funcional", y luego las conexiones de las alarmas de los bancos.

Pasaron los años, y el destino dispuso que una noche de septiembre de 1981 me tocara la guardia de locutores en Canal 2, y toda la fascinación que siempre me habían brindado los cables se me cayó definitivamente de su pedestal del progreso. Era el momento de la pelea de Gustavo Ballas con Suk Chul Bae por el título mundial de los supermoscas, y nadie en Villa María quería perderse la transmisión desde el Luna Park.

Los que tenían televisor, pero no estaban adheridos a Var Cin, empezaron a hacer malabarismos en los techos para engancharse improvisadamente, en plena oscuridad. Y pasó lo que debe pasar en estos casos: barrios enteros quedaron fuera de la red justo en el momento de la pelea.

El teléfono, ese sábado, dejó para mí de ser un ingenio maravilloso, y se convirtió en un abultado diccionario de insultos, proferidos por cientos de abonados de los Vartalitis y de Cinta. Como único empleado disponible, no terminaba de “atender” un llamado, que el odioso aparato ya sonaba de nuevo para sumar otra retahíla de palabrotas, con fuertes opiniones sobre ciertas madres y ciertos hijos.

Esa noche, en mi caminata de regreso a casa dejé para siempre la costumbre de mirar hacia arriba, y comprobé que las baldosas también tienen su encanto.

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