Por Horacio Bianciotto

Cuchifai

Da vértigo decirlo, pero de esto ya pasó casi medio siglo. Por entonces, el barrio Santa Ana aún tenía extensos baldíos de cardos e hinojos, con algunas manzanas pobladas de viviendas particulares, el complejo del Correo y la plazoleta con la estatua de La Madre. Para nuestra barrita de pibes, con promedio entre ocho y 10 años, aquello era el territorio de la libertad. El plan se repetía cada día: bañarnos en la pileta o el río hasta quedar arrugados, bicicleteada, armado de chozas, picado a media tarde… O sea, el paraíso.

Casi todas las siestas nos preparábamos para una aventura furtiva: pasar a ver si estaba el ingeniero Cuchifai. Visto a la distancia y el tiempo, estoy refiriéndome al avistamiento del típico croto de barrio. Pero, para nosotros, era mucho más que eso: se abría la puerta a un mundo mágico, que nos daba arbitrio para imaginar infinitas variables que alimentan una leyenda urbana.

Flaco hasta la transparencia, sostenido por una vestimenta raída en la que predominaba el negro -o gris ratón, a esas alturas- Cuchifai  (o quizá Cosifai) gustaba de pasar la siesta a la sombra de una obra en construcción, a media cuadra de nuestra zona de influencia. Para nosotros, ese personaje de barba macedoniana y ojos perdidos en el infinito, era mucho más que un vagabundo, acaso porque portaba una extravagante elegancia y nunca parecía estar borracho ni agresivo. Solo lejos de este mundo. Como buen croto cargaba una bolsa. Se decía que había sido un ingeniero prestigioso, que había enloquecido y que, en esa bolsa, guardaba la maqueta de una casa que jamás construiría.

Una siesta, en la que el sol mordía como un perro, me acerqué a su refugio. Dejé la bici tirada en la cuneta y me senté a observarlo. Por primera y única vez sus ojos ausentes me enfocaron y percibí que esa mirada cavernosa confirmaba mi existencia. No era yo un niño que miraba al ingeniero loco, sino que sus ojos me creaban dentro del paisaje. Fue un instante indescriptible. Por primera vez en mi vida me enfrenté a la más honda soledad, a la más devastadora de las tristezas. Me estremecí, monté mi bici y salí despavorido, no porque el contacto implicara amenaza alguna, sino porque Cuchifai me había revelado que la felicidad -aquella ausencia absoluta de responsabilidades y angustias- era un bien no renovable que se agotaría en pocos años.

Intenté en mi juventud escribir algo sobre él. Lo incluí en lo que fuera mi primera novela inédita. Jugué con la fantasía de la maqueta. La supuse un aleph que concentraba una miniatura de su vida malograda. Pero apenas fueron ensayos fallidos.

Solo me queda aquella mirada que me mostró la garganta del mundo.

 

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