La Villa en un bar

Por Alberto Verdaguer

 

Estoy sentado a la ventana de un bar, viendo a la Villa pasar y pasar.

A través de los grandes cristales del Ichi Ban (foto), en la calle Corrientes, casi San Martín, veo pasar el Kaiser Carabela color verde agua; “ahí va el Doctor”. Estoy en la falda de mi viejo y pasa al ratito nomás el Rambler Ambassador gris oscuro; “ahí va el Oso”.

Camino unos años hacia las vías y me siento en Cristal, mirando hacia el túnel. Enseguida veo que Alonso estaciona su Mustang rojo, un crack. Al rato su mesa está llena de gente hablando de fútbol. El Chacho, el Cabezón, el Mosquito…

Cruzo unos años más, cruzo también la calle y me ubico en las mesas que Chamaco tiene dispersas en la vereda. Pasa la rueda delantera de la moto de Peter, que viene de “allá, Rosario”, después pasa la horquilla y enseguida el resto de la moto, con su dueño estirando los brazos para alcanzar el manubrio. Al otro lado de las rejas del ferrocarril, más allá de todas las rejas, pasa un tren cargado de pibes jovencitos que se llevan a la guerra de Malvinas.

A “la vuelta de la manzana” entro en el primer pub de la ciudad, Establo. El lugar, en la calle San Martín, era la sede de los Tricolores del rugby, que la cambiaron por los terrenos donde va a hacer su cancha y su pileta, a un costado de la ruta que va para Arroyo Cabral. Buen gusto en este pub. Pasa una bandada de canarios del Rivadavia que van cantando hacia el Salón de los Deportes, donde alentarán a su escuadra de básquet o de vóley, no sé. Bomba raca, ro…

Sigo en dirección a plaza Centenario y en el camino entro a La Madrileña. Saludo a Manuela. “Un negrito, por favor”. Norberto, Fernando, Tito… Una banda. ¿Estudiaron algo para Ersa? Afuera cantan los del Nacional, que vienen de Plaza Ocampo, donde sus profes le ganaron 2 a 1 a los de la Escuela de Artes y Oficios o Escuela del Trabajo. Que a esos pibes no los vaya a ver el hijo del comisario, que se cree Sérpico y es capaz de detenerlos.

Salgo del centro. Arranco para la costanera. Veo el río, porque Deiver nos enseñó a mirarlo. Me siento en La Lomoteca. Buena música. Y admiro el Anfiteatro, esa realización de unos vecinos visionarios: imaginaron semejante obra donde antes había un basural.

Y avanzo todavía más en el tiempo. Voy lejos y sigo entrando a bares, en una ciudad y en la otra. En un continente y en el otro. Y por la ventana veo a la Villa, a las chicas de las Rosarinas, a los chicos del Trinitarios, los guardapolvos de los niños y niñas de la Escuela Avellaneda, del José Bianco y el José Ingenieros, a los jóvenes del Belgrano… a la bandita de Alumni que va para Villa Aurora en pleno Londres.

Porque a Villa María se puede no volver. Ella se encarga de ir con uno a donde quiera que uno vaya.

 

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