Despedida a Horacio González

El Diego de la palabra

Horacio cautivaba y cultivaba en sus clases de la Facultad de Ciencias Sociales: las aulas desbordaban porque, como un flautista de Hamelin que conducía al auditorio a través de su sabiduría, como un Maradona con la pelota, era un profesor que enseñaba a pensar

Con sus libros, iniciativas políticas, intervenciones públicas, causas militadas formó a generaciones “gonzalianas” de intelectuales


Escribe Micaela Cuesta
Amfibia y Agencia Télam

Primero Diego, ahora Horacio. Nos queda Charly. Esa es la serie en la que se inscribe para mí, y quizás para muchxs de mi generación, la figura de ese profesor de Marcelo T. por cuyas aulas entramos muchos y muchos salimos transformados. Sus clases eran lo más parecidas a una performance, una invitación a experimentar en el cuerpo de la lengua las tramas de la historia. No sé si la estudiante que era entonces entendía algo de todo aquello, pero la certeza que el recuerdo trae se guarda en un verbo: cautivar. Eso hacía Horacio: cautivaba y cultivaba.

Como el flautista de Hamelin conducía a su auditorio a través de su erudición a la osadía de asociaciones insospechadas, a una travesía por nombre propio cuyos destinos, cenit y ocasos eran alegorías del ser nacional. Horacio sabía cómo desarmar panteones para mezclar algunas tradiciones y liberar a otras.

En ese ademán enseñaba a pensar. Porque su pensamiento estaba en movimiento; uno percibía sus cadencias, podía hundirse en sus lagunas y, después de un paseo por algunas orillas, sentir que, al fin, hacía pie. Había un arte en esas actuaciones de la distracción -y que ciertos distraídos juzgaban de improvisadas-.

Sus clases (como sus textos) eran sofisticadas, de apariencia inconexa y, casi sin falta agudas, con pocas fisuras. Hay quienes creían que para comprenderlo había que iniciarse en saberes quirománticos. Algo de masonería tal vez había, pero sobre todo lo que operaba en su prosa era la consideración democratizante, no subestimadora, de sus lectores: intérpretes críticos, pueblo capaz.

Su obra podría contarse en libros, en iniciativas políticas, en revistas, en intervenciones públicas, en causas militadas, pero todo eso no le haría justicia. Horacio desborda al pensamiento, trabaja en sus confines, extenúa sus límites. Su obra de profesor es también de profeta.

En torno suyo, como un gran narrador, reúne a quienes pueden disponerse a la escucha. Y en ese gesto crea comunidad. Así, me animaría a hablar de “generaciones gonzalianas”, de intelectuales que llevan su huella más a flor de piel o menos expuesta. Ella se traduce en una muy singular sensibilidad: la que sin perder un ápice de la materialidad de aquello que lee puede despegarse hacia grados de abstracción inéditos para iluminarla en toda su extensión.

Es que como Maradona con la pelota, Horacio se tomaba en serio al pensamiento, porque no podía menos que tomarse en serio la realidad que lo informa, empuja y hace implosionar. Como una suerte de oráculo, en momentos de incertidumbre, una acudía a sus textos para orientarse: ¿qué piensa Horacio de esto?

Y ese “esto” dibujaba un arco que se extendía desde la conmemoración de un festejo patrio o el onomástico de una figura emblemática de la cultura hasta los últimos dichos del menor de los personajes pronunciados en la mesa de Mirtha o el programa de Canosa. Cada escena era leída en perspectiva y asumía en su pluma su debida escala. Era lo más cercano, en mi experiencia, a un Intelectual. Y tenía lo que tienen solo los grandes: humildad, picardía, amabilidad, generosidad, pueblo.

Quizás eso lo proyectaba a nivel global -como intuía nuestro amigo Pasquale Serra-. Horacio, insistía Pasquale, es un pensador del mundo y, por eso, el mundo debe conocerlo. El primer paso en esa tarea fue la traducción al italiano de Il nostro Gramsci (Para nosotros, Antonio Gramsci texto publicado en 1971, primer y último título de Ediciones Puente Alsina) precedido por un estudio preliminar tan extenso como el mismo texto donde se reconstruye gran parte de los debates de la cultura argentina del que nuestro Horacio fue motor y parte.

El siguiente paso consistiría en una serie de entrevistas que servirían de apoyatura testimonial para la elaboración de su biografía intelectual. Horacio se sonreía y sonrojaba ante la propuesta de Pasquale a la que juzgaba desmesurada y, tal vez, improbable. Y nosotros sabíamos atinada y justa.

Se dice que “buenos” son los maestros cuyos discípulos pueden superarlos… no dudo del don de Horacio. Tampoco del de sus herederos. Pero no estoy tan segura de que alguien pueda superarlo. ¿Cuántos Maradona conoce una generación? La mía tuvo la excepcional fortuna de conocer a dos. Horacio se despide el mismo día que Diego hizo el gol a los ingleses. Sobre esa coincidencia seguro él habría escrito con ingenio y polémica.

 

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