El significado del vandalismo

lunes, 22 de abril de 2019 · 00:00
Carta de lectores Escribe Ernesto Fernández Núñez (*) La mitología griega nos cuenta que las musas inspiradoras de las artes y las ciencias fueron nueve, concebidas en nueve noches consecutivas, hijas de Zeus y de la poderosa Mnemósine, diosa de la memoria, quien conocía el pasado, el presente y el futuro de los hombres. Representantes de los dioses, sus dones cubren con un velo de inspiración a los artistas, liberan lo oculto, perfeccionan la creación e integran lo que toda obra parece denunciar, la incorruptible sentencia del tiempo. Existen diferentes formas de mirar el mundo, una de ellas sería con musas o sin ellas. Sólo basta que una persona común o un artista emprenda el desmesurado intento de darle forma a sus deseos, ideales, angustias, conflictos u obsesiones cotidianas, para que en el Olimpo suene una trompeta y le sea adjudicada una musa, caprichosa, veleidosa, sin horario y sin tiempo. A partir de allí padecerá el proceso psíquico de la creación. La incertidumbre y la contradicción serán sus fieles aliadas. Para que toda sociedad sea equilibrada debe existir un movimiento contrario, una resistencia a las musas, que proclamen la destrucción sobre la creación. La mitología griega ya lo contempla, el dios Ares, dios de la guerra y la destrucción. El tiempo erosiona las palabras y adormece su original impacto emocional, la destrucción se define actualmente como “vandalismo”; según la RAE, actitud o inclinación a cometer acciones destructivas contra la propiedad pública sin consideración alguna hacia los demás. Esto nos lleva a una pregunta más compleja: ¿qué se vandaliza en nuestro país? El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires ha informado que existen 2.200 estatuas destruidas que esperan ser restauradas. Si las mismas actualmente se realizan con materiales que no tienen ningún valor de reventa, ¿qué se pretende destruir o resignificar cuando las destruyen? Quien tiene la virtud de la contemplación o la ha adquirido con templanza, ver en vez de mirar, notará en plazas y paseos públicos que la amputación de las manos es uno de los objetivos preferidos de los ¿vándalos o mensajeros de una realidad? ¿Mera casualidad? Ninguna expresión social violenta es obra del azar. Las manos en íntimo diálogo con el cerebro fueron el camino al razonamiento y al desarrollo de la inteligencia en la evolución humana. El muerto no es el muerto, es la muerte. Ver estatuas sin manos nos hablará de un país sin manos, incapaz de abrazar a sus habitantes, cuidarlos, acariciarlos, escribir su futuro, o serán la representación de las manos amputadas por la codicia, por el saqueo histórico, por la interrupción cíclica de la vida en democracia. Manos sin banderas, sin Patria, sin identidad, sin muertos relucientes, manos sin infancia, manos vacías del dolor ajeno. Esta apreciación parece corroborarse con nuestra actual realidad. Sólo vemos manos esposadas o con pulseras de control en empresarios, políticos, jueces, banqueros, funcionarios, fuerzas de seguridad, ciudadanos comunes, que de común acuerdo pretenden cambiar el estribillo del Himno, o juremos con gloria no morir. ¿Qué afrodisíaco irresistible destila el poder que cambia el destino de los hombres, o los muestra tal cual son? La sabiduría de los ancestros dice que para conocer a un hombre hay que darse el tiempo que lleva comer dos bolsas de sal, o por una vía más simple, darle poder, éste irá corriendo el velo de lo mejor y lo peor de nuestras profundidades. El poder despierta, sin generalizar, las mismas conductas que llevan al adicto a su destrucción; al final, se vuelven contra sí mismo en línea directa con la pulsión autodestructiva. Estas conductas no pertenecen a colores políticos ni a clases sociales determinadas, son transversales a la sociedad, y en su accionar arrasan con todo lo que está cerca, en este caso con los sueños de un país que sueña todavía. Sin entrar en mayores detalles, la insatisfacción o la baja autoestima, origen entre otras de estas conductas, se originan en la tensión que se establece entre el yo, también llamado ego, y el ideal del yo; es decir, entre lo que uno es y lo que debiera o quisiera ser, poblado esto último de mandatos familiares, elecciones propias y la aceptación o no de su realidad. En estos casos, el “quisiera” o “debiera ser”, llamado ideal del yo, no está poblado de ideales humanitarios que trasciendan, ha sido remplazado por la omnipotencia del poder humo, compuesta de cosas tan fútiles y banales como la que engendra el falso narcicismo, la ostentación provocativa, la obscenidad del uso del dinero, la figuración sin límites, y de fondo intentar suplantar per se la apabullada y sombría vida que padecen por la fantasía en la que viven; autos, choferes, negocios, secretarias y adulaciones. Lo podemos llamar “trastorno psíquico del autorrelato”. A la espera de que el porvenir nos haga mejores, deberíamos exigir a los postulantes a cargos públicos de los tres poderes, cuyo accionar tiene directo impacto en nuestras vidas, además de la declaración jurada de sus bienes, una evaluación psíquica de aquellos deseos insatisfechos que puedan desencadenar un trastorno de la personalidad que los haga sentirse corruptos impolutos, próceres necesarios, con busto incluido. Será lento y con el esfuerzo de todos, como le comentaba Jorge Luis Borges a su amigo mientras esperaban el ascensor, “mejor subamos por la escalera que ya está inventada”. (*) Villamariense radicado en Buenos Aires. Escritor y psicoanalista. Vicepresidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE)

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