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Dos modos políticos: de la democracia y el republicanismo

jueves, 26 de septiembre de 2019 · 10:30

Escribe: Joaquín Herrera (*)
Para El Diario

Resulta de una inmediata sencillez el comprender que la tan polarizada coyuntura política de Argentina no es una novedad. Desde tiempos inmemoriales, las facciones políticas, la sectorización de intereses y su consiguiente representación en diversos estratos de la sociedad (política, económica, mediática y demás) han exhibido la imposibilidad de consagrar el tan demandado y anhelado consenso sobre los puntos elementales que conducirían a la Nación sobre los “rieles” del desarrollo.

Usualmente, en Argentina se suele comprender al conflicto político como uno que divide de forma insalvable a dos vertientes de identidad política que parecerían ni siquiera corresponderse a la misma galaxia, en la radical diferencia de sus postulados, de sus creencias, en definitiva, de la cosmovisión del mundo. Y es que parte de esa radicalidad que las distancia, posee una imbricada raíz histórica: desde unitarios y federales, pasando por PAN y UCR y llegando incluso hasta el más contemporáneo que se destaca por la derivada negativa del “anti”: peronismo y anti-peronismo (en lo que ya reclama una galaxia de sentidos para sí misma). Harto es conocido ya las diferencias que propugnan ambas cosmovisiones sobre el rol de la economía, del derecho, del Estado y demás ámbitos, pero poco se observa sobre los modos políticos que ellas llevan adelante. O más bien deberíamos decir que llevan detrás. Y es que, con modo político acá no estamos haciendo alusión a la política partidaria, como tampoco a las funciones de los políticos, sino, más bien a la misma noción de que cada uno de esos universos identitarios posee un lenguaje propio, palabras que, en ciertos contextos, significan cosas completamente diferentes.

Esta manera de apreciar el conflicto nos permite acercarnos sigilosamente a la escabrosa dificultad de la cuestión del punto de encuentro, el momento donde ambas estelas se rozan y tocan, ya que, exceptuando al panfletario que alguna vez quiso reducir algo tan complejo mediante el término de “grieta”, el asunto reviste una relevancia primordial para la comprensión de nosotros mismos. ¿Y cuál podríamos considerar aquí la palabra fundamental que estructura dichos universos de sentidos? La de política opera apenas como el paraguas que recubre el eje central, ya que cada una de estas tradiciones posee una concepción profundamente diferente. Pero entonces ¿dónde radica tamaña diferencia sobre la concepción política? Aquí nos aventuraremos a postular que la diferencia fundamental sobre dicha concepción (como punto nodal del conflicto histórico) que divide de manera tan radical a ambas vertientes, se inscribe en la construcción semántica del término democracia, del sentido que ellas le asignan a la palabra.

No puede llegar como mera especulación de la casualidad el hecho de que una nación como Argentina haya sufrido de manera escandalosa constantes interrupciones a los procesos democráticos (si bien en la América Latina del siglo xx, esta práctica se había transformado en moneda rutinaria). Sin embargo, que lo cuestionado sea usualmente no la democracia per se, la democracia “en sí”, sino el elemento de la legitimidad que ella presupone para funcionar, llega también a nosotros como la conclusión inevitable de una sociedad que comprende al conflicto de manera radical: una de las partes, que pretende ser el “todo”, lo hace amparada en la fuerza que proclama el número que le otorgó la legitimidad para imponerse.  Así lo comprende quien de resueltas acaba de ser derrotado, como una derrota completa, un vencimiento en manos de un enemigo casi extranjero, con la capacidad de imponer un mundo de sentidos que el “nosotros” de la parcialidad derrotada apenas que si logra (y quiere comprender).

Ante la amenaza del sometimiento “simbólico”, la resistencia debe ser feroz. Los eslóganes que se agolpan de manera estruendosa en marchas como la del 24A, dan cuenta de ello. La concepción política de este universo de personas no se estructura a partir de la democracia. Porque la democracia pone en riesgo el propio universo de sentido ante el peligro de la derrota. Gustan y celebran con el triunfo democrático, aun cuando es mínimo y exiguo, pero temen cuando la derrota se aproxima. Intentan desconocerla, ignorarla y negarla, incluso cuando ella posee una fuerza de legitimidad superior a la propia. Su problema no comienza con la democracia sino con el principio de legitimidad que ella confiere: quieren su legitimidad que tranquiliza al rival e impone límites a su hacer y decir, pero la desconocen cuando no son declarados victoriosos. Frente al miedo de la amenaza de lo diferente actúan en consecuencia: se repliegan sobre el mismo universo de sentido rechazando toda diferencia, así, al buscar conservar lo que “son” por definición, se los podría denominar de manera justa como conservadores.

Por ello también, mucho antes que reivindicar a la peligrosa democracia vitorean por la república. Si la democracia es el gobierno de las mayorías, la república apenas si es el modo de “administrar” del gobierno, los límites legales que le preceden y exceden. Puesto que el acatamiento de la ley y la división de poderes suelen ser sus elementos preponderantes, no es de extrañar la selección terminológica de esta parte de la sociedad: el sentido de “pureza” que suele asignarse al término república en su defensa en Argentina, parece intentar oponerse a la “degradación institucional” y la “corrupción”, aparentemente el republicanismo como eslogan articula un sentido aséptico sobre el barro de la política.

Pero la irrupción del republicanismo en su origen, en Europa, tenía otra finalidad que la de luchar contra la supuesta estela de putrefacción que deja el humano cuando se vincula a la cosa pública. Esta finalidad era la de acabar de una vez por todas con las monarquías que concentraban la totalidad del poder en la figura del monarca. Nuestra experiencia histórica, lejos de corresponderse con una monarquía, nos lleva a considerar que la experiencia de una parte de la sociedad que de manera colectiva clama por tales “valores” ante la amenaza de su “pérdida”, muestra a las claras que dichos universos de significados son tan diversos y opuestos en tantos puntos, que cuando observan el “mismo” objeto (la política y el conflicto), perciben exactamente la contracara de la mismidad, es decir lo diferente, y por ello huyen despavoridos. Como Narciso, que creyendo verse a sí mismo en el reflejo de un charco turbio que entorpecía la claridad de la imagen, cayó en el horror al no lograr contemplarse de manera exacta en dicho reflejo. Así, terminó por ahogarse en la desesperación.

 

 (*) El autor es tesista de la licenciatura en Ciencia

Política

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